Érase una vez una linda ratita llamada Flor que vivía en un
molino. El lugar era seguro, cómodo y calentito, pero lo mejor de todo era que
en él siempre había abundante comida disponible. Todas las mañanas los
molineros aparecían con unos cuantos kilos de grano para moler, y cuando se
iban, ella hurgaba en los sacos y se ponía morada de trigo y maíz.
A pesar de esas indudables ventajas, un
día dio una noticia a sus compañeras:
– ¡Chicas, estoy cansada de vivir aquí!
Siempre comemos lo mismo: granitos de trigo, granitos de maíz, harina molida,
más granitos de trigo, más granitos de maíz… ¡Qué hartura!
Una de sus mejores amigas, la ratita Anita, se quedó pensativa un
momento y le dijo:
– Bueno, pues yo creo que no deberías
quejarte, querida Flor. A mí me parece que somos afortunadas y debemos estar
muy agradecidas por todo lo que tenemos ¡Ya quisieran otros vivir con nuestras
posibilidades!
Flor negó con la cabeza.
– Yo no lo veo así… ¡Esto es un
aburrimiento y no quiero pasarme la vida entre estas cuatro paredes!
Su amiga empezó a preocuparse y quiso
advertirla.
– Pero Flor ¡tú no puedes irte de aquí!
Piensa bien las cosas… ¡Aún eres demasiado joven para recorrer el mundo!
– No, no lo soy, así que ¿sabéis qué os
digo? ¡Pues que me voy a la aventura, a vivir nuevas experiencias! Necesito
visitar lugares exóticos, conocer otras especies de animales y saborear comidas
de culturas diferentes ¡Ni siquiera he probado el queso y eso que soy una
ratita!
Sus amigas la escuchaban boquiabiertas y
las palabras de la sensata Anita no sirvieron de nada. ¡Flor estaba empeñada en
llevar a cabo su alocado plan! Dando unos saltitos se fue a la puerta y desde
allí, se despidió:
– ¡Adiós, chicas, me voy a recorrer el mundo y ya volveré algún día!
¡Qué feliz se sentía Flor! Por primera
vez en su vida era libre y podía escoger qué hacer y el lugar al que ir sin dar
explicaciones a nadie.
– A ver, a ver… Sí, creo que iré hacia
el norte, camino de Francia… ¡Oh là là, París espérame que allá voy!
Tarareando una cancioncilla y pensando
en todo el roquefort que se iba a zampar al llegar a su destino, se adentró en
el bosque. Contentísima, correteó durante un par de horas orientándose gracias
a su fino olfato. Tanto anduvo que de repente le entró mucha sed.
– ¡Anda, ahí hay un río! Voy a beber un
poco de agua.
La ratita Flor se acercó a la orilla y
sumergió la cara. El agua estaba fresquísima y deliciosa, pero no pudo
disfrutarla mucho porque un antipático cangrejo le agarró el hocico con sus
pinzas.
– Bichito, bichito, me haces daño
¡Suéltame el hociquito!
El cangrejo obedeció y Flor le
reprendió.
– No vuelvas a hacerlo ¿no ves que duele
un montón?
La pobre Flor se quedó con la naricita
encarnada y dolorida, pero no dejó que eso la desanimara y continuó su
emocionante viaje.
Hacia el mediodía dejó atrás el bosque y llegó a un camino de piedra.
– Este camino va hacia el norte
atravesando una pradera ¡No hay duda de que voy bien!
Muy resuelta y segura de sí misma echó a
andar sobre los adoquines. De repente, un carruaje pasó por su lado a toda
velocidad y un caballo le pisó una patita.
– ¡Ay, ay, qué dolor! ¿Qué voy a hacer
ahora? ¡Me cuesta mucho andar!
El caballo continuó trotando sin mirarla
y Flor tuvo que arrastrarse a duras penas hasta conseguir apartarse del camino
y sentarse en una piedra.
– Esperaré quietecita hasta que me baje
la inflamación ¡Esto es horrible, me duele muchísimo!
Estaba muy afligida y empezó a pensar
que su plan no estaba saliendo como había previsto. Con lágrimas en los ojos,
comenzó a lamentarse.
– No hace ni seis horas que salí de casa
y ya estoy hecha un asco. Un cangrejo me muerde el hocico, un caballo me
aplasta la pata… ¡Esto no es lo que yo me esperaba!
Sus gemidos llegaron a oídos de un
hada buena que pasaba por allí.
– ¡Hola, ratita linda! ¿Cómo te llamas?
Muy triste, le contestó:
– Flor, señora, me llamo Flor.
– ¿Y por qué estás tan triste con lo
bonita que eres, pequeña?
Flor confesó lo que sentía en el fondo
de su corazón.
– Estaba harta de mi vida y esta mañana
decidí irme lejos de mi hogar en busca de aventuras pero …
– ¿Pero qué, jovencita?
– Pues que desde que salí me ha mordido
un cangrejo en el hociquito, un caballo ha dañado mi patita y encima estoy
muerta de hambre ¡Quiero volver a mi casa!
– Vaya… ¿Ya no quieres vivir una vida
llena de emociones?
La ratita fue muy sincera.
– Sí, sí me gustaría, pero por ahora
quiero regresar a mi hogar, con mi familia y con mi gente ¡Cuánto daría
yo por comer unos granitos de trigo o de maíz de los que hay en mi molino!
El hada sonrió:
– Me alegra tu decisión, Flor. El mundo está lleno de lugares
maravillosos y es normal que quieras explorarlos, pero para eso tienes que
formarte, aprender y madurar. Estoy convencida de que algún día, cuando estés
preparada, tendrás esa oportunidad. Anda, ven, súbete a mi hombro que te llevo
a casa. No te preocupes que con una venda enseguida te curarás.
El hada buena la llevó de vuelta al
lugar donde había nacido, al lugar que le correspondía y donde lo tenía todo
para ser dichosa. Por supuesto la recibieron con los brazos abiertos y ni que
decir tiene que ese día el grano del molino le supo más delicioso que nunca.
Moraleja: Todos
tenemos derecho a un hogar, pero podemos desarrollarnos donde queramos, no sin
antes estar preparados, como las aves que solo las dejan volar cuando sus alas
están listas.
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