Había una vez una granja donde todos los
animales vivían felices. Los dueños cuidaban de ellos con mimo y no les faltaba
nada. En cuanto el gallo anunciaba la salida del sol, todos se ponían en marcha
y realizaban sus funciones con agrado. Siempre tenían a su disposición
alimentos para comer y un lecho caliente para descansar.
El terreno que rodeaba la casa principal
era muy amplio y con suficiente espacio para que los caballos pudieran trotar,
los cerdos revolcarse en el barro y, las vacas, pastar a gusto. Entre las patas
de los grandes animales siempre correteaba algún pollito que se esmeraba en
aprender a volar bajo la mirada atenta de las gallinas.
Una de esas gallinitas era roja y se
llamaba Marcelina. Un día que estaba muy atareada escarbando entre unas
piedras, encontró un grano de trigo. Lo cogió con el pico y se quedó pensando
en qué hacer con él. Como era una gallina muy lista y hacendosa, tuvo una idea
fabulosa.
– ¡Ya lo tengo! Sembraré este grano e
invitaré a todos mis amigos a comer pan.
Contentísima, fue en busca de aquellos a los que más
quería.
– ¡Eh, amigos! ¡Miren lo que acabo de encontrar! Es un
hermoso grano de trigo dorado ¿Me ayudan a plantarlo?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– Está bien – suspiró la gallinita roja – Yo lo haré.
Marcelina se alejó un poco triste y buscó el lugar
idóneo para plantarlo. Durante días y días regó el terreno y vigiló que ningún
pájaro merodeara por allí. El trabajo bien hecho dio un gran resultado. Feliz,
comprobó cómo nacieron unas plantitas que se convirtieron en espigas repletas
de semillas.
¡La gallina estaba tan contenta!… Buscó a
sus amigos e hizo una reunión de urgencia.
– Queridos amigos… Mi semilla es ahora una preciosa
planta. Debo segar y recoger el fruto. ¿Me ayudan?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– En fin… Si no quieren echarme una mano, tendré que
hacerlo yo solita.
La pobre Marcelina se armó de paciencia y se puso
manos a la obra. La tarea de segar era muy dura para una gallina tan pequeña
como ella, pero con empeño consiguió su objetivo y cortó una a una todas las
espigas.
Agotada y sudorosa recorrió la granja para reunir de
nuevo a sus amigos.
– Chicos… Ya he segado y ahora tengo que separar el
grano de la paja. Es un trabajo complicado y me gustaría contar con ustedes
para terminarlo cuanto antes ¿Quién de ustedes me ayudará?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– ¡Vale, vale! Yo me encargo de todo.
¡La gallina no se lo podía creer! ¡Nadie quería
echarle una mano! Se sentó y con su piquito, separó con mucho esmero los granos
de trigo de la planta. Cuando terminó era tan tarde que solo pudo dormir unos
minutos antes del canto del gallo.
Durante el desayuno los ojitos se le cerraban y casi
no tenía fuerzas para hablar. Era tanto su agotamiento que apenas sentía
hambre. Además, estaba enfadada por la actitud de sus amigos, pero aun
así decidió intentarlo una vez más.
– Ya he sembrado, segado y trillado. Ahora necesito
que me ayuden a llevar los granos de trigo al molino para hacer harina ¿Quién
se viene conmigo?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– ¡Muy bien! Yo llevaré los sacos de trigo al molino y
me encargaré de todo.
¡La gallina estaba harta! Nunca les pedía favores. Se
sentía traicionada. Suspiró hondo y dedicó el día entero a transportar y moler
el trigo, con el que elaboró una finísima harina blanca.
Al día siguiente se levantó más animada. El trabajo
duro ya había pasado y ahora tocaba la parte más divertida y apetecible. Con
harina, agua y sal hizo una masa y elaboró deliciosas barras de pan. El
maravilloso olor a hogazas calientes se extendió por toda la granja. Cómo no,
los primeros en seguir el rastro fueron sus supuestos tres mejores amigos, que
corrieron en su busca con la esperanza de zamparse un buen trozo.
En cuanto los vio aparecer, la gallinita roja les miró
fijamente y con voz suave les preguntó:
– ¿Quién quiere probar este apetitoso pan?
– ¡Yo sí! – dijo el pato.
– ¡Yo sí! – dijo el gato.
– ¡Yo sí! – dijo el perro.
La gallina miró a sus amigos y les gritó.
– ¡Pues se van a quedar con las ganas! No pienso
compartir ni un pedazo con ustedes. Los buenos amigos están para lo bueno y
para lo malo. Si no supieron estar a mi lado cuando los necesité, ahora tienen
que asumir las consecuencias. Ya pueden irse porque este pan será solo para mí.
El pato, el gato y el perro se alejaron cabizbajos
mientras la gallina saboreaba el riquísimo pan recién horneado.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Moraleja: No esperes recompensa sin colaborar con el trabajo.
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